No habrán sido más de diez minutos lo que demoré en almorzar aquella tarde. Supongamos de 15:45 a 15:55 o similares marcas temporales de aquel viernes, último día laboral de una semana cualquiera. La comida era así como unos zapallitos rellenos de algún pescado con queso derretido y una rodaja de tomate al tope. Como muchas otras veces no se si estaban buenísimos o me encontraba yo invadido por una hambruna descomunal.
En los diez minutos incluyo también el tiempo que me llevó dar cuenta de la ensalada de frutas que había de postre. En total habrán sido unos ocho kilogramos de material comestible deglutidos a una velocidad sobrehumana.
Rondaríamos entonces, según dijimos, un momento inexacto alrededor de las cuatro de la tarde, cuando recibí el mensajito de texto del Cordobés confirmando el partido de fútbol cinco a disputarse en Corrientes entre Ituzaingo y Cerrito a las diecinueve horas.
Inmerso en esas circunstancias me vi en la obligación de emprender una siesta regenerativa, para llevar las energías corporales a un equilibrio, descansar la marula y el cuerpo.
Una vez concluida la siesta, que en mi opinión fue altamente satisfactoria, me levanté raudamente e hice los aprontes para encarar el camino al fóbal. Antes de salir noté que seguía existiendo uno de esos maravillosos zapallitos rellenos y me lo zampé sin más ni más.
Cacé el vehículo y rumbeé duro al pedal hacia la cancha. Esperamos que se desocupe la misma del turno anterior para luego mandarnos al verde rectángulo.
Como siempre pateamos un poco a modo de precalentamiento hasta que llegó el último jugador. Y en algún momento difuso, que si fue después del silbato inicial debe haber sido muy poco rato, comencé a sentir una sensación intensa, bastante distinta a esas que describen en los programas como "El Aguante" los hinchas de la televisión. No, más bien era como un llamado de la naturaleza que con el correr de los minutos y del trabajo abdominal que requiere un deporte como el fulbo, ya no parecía sólo un llamado, sino que se complementaba con mensajes de texto de la naturaleza, e-mails, pintadas en paredones, agresivas campañas radiales y televisivas, rumores en las calles y el boca en boca natural. Cada pique era un suplicio
in crescendo.
Pongamos por caso un acontecimiento muy delicado que se dio en una jugada defensiva, en la cual el delantero del equipo contrario en su afán de conseguir el balón me acertó un involuntario manotazo en las pelotas... ahí sentí en la própia carne como todo tiene que ver con todo, como el universo se interconecta por todas las puntas, comprendí que somos ni más ni menos que la esencia del cosmos (que es uno solo) y fluimos en él como corrientes de distinta densidad buscando un noseque, tal vez el equilibrio, tal vez la felicidad, tal vez la paz mental, tal vez una casa con jardín, una reja blanca y una cuatro por cuatro o tal vez el eterno escape hacia afuera de la realidad. No se como hice para mantener todas las cosas en su lugar. Ya en ese momento el trámite parejo del partido (ganábamos por mínima diferencia) era la menor de mis preocupaciones.
Como sucede en muchos casos, la salvación llegó a partir de una jugada de pelota parada. Un corner desde la izquierda y me arrimé a patearlo. Todos los posibles receptores estaban, en principio, cubiertos y tenía un tipo adelante como para tapar el centro directo, pero se me ocurrió una alternativa ganadora: la empalé con el pie derecho y se la pasé por arriba al defensor para la cabeza del cordobés que entraba solo. Bah, yo pensé que entraba solo, pero de la nada surgió otro defensor a la disputa del balón, que caía casi vertical sin fuerza al punto de penal. El cordobés tenía la posición pero el defensor saltó con mucha potencia y con el codo un tanto elevado. No se donde quedó la pelota, pero el codo terminó abriéndole un tajo en el arco supraciliar derecho al muchacho de la vecina provincia.
La lesión precipitó el final del partido y entonces, lleno de alivio, pude ir a devolverle a la naturaleza todo lo que ella me da a mi.