12.11.14

Candombe

Laten los pianos un ritmo telúrico. El repique en las lonjas resuena en los cuerpos, ora en sincronía, otrora en síncopa y de las jetas brotan sonrisas, como porotos de la chaucha. Vaya a saber uno si el pentagrama que dibujan los palos y los dedos en los tientos entra en fase con los hipotálamos y los hace bombear alguna endorfina. Ahora a los bailarines de la comparsa se les suman los improvisados: alguno dirá después que los tambores se comunican, que el piano llama al repique que el repique a otro piano y este a un chico y el chico al repique, o al piano, y que la gente responde a la llamada. Hasta un lactante en los brazos de su madre agita los propios en protocolar respuesta al convite, acaso sea esto una suerte de bautismo afro que lave el pecado original de haber nacido más bien del color de la raza expoliadora. De cualquier manera, ahora avanzan los tambores, colgados de los hombros de los alquimistas de la endorfina, o de la dopamina, que son veinte y van de cuatro en fondo, en bloque como una tortuga romana. Los bailadores originales y los nóveles, en consecuencia, rajan como un cardumen, se dispersan y por ahí más tarde armen un trencito cuando ya la bulla se desconche del todo y después pedirán otra y otra. Una vez responderán que sí, otra no. Pero antes, de a poco en el mientras tanto, se pianta por un costado un globo colorado, arrastrado a veces por una brisa enclenque, más que nada quieto, como un payaso de esos que, si uno les presta atención, tienen la lágrima abajo del ojo.

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